jueves, 19 de noviembre de 2009
SOBRE EL PLAGIO COMO UNA DE LAS MAS BELLAS ARTES
Sobre el plagio como una de las más bellas artes
“Creo en el plagio y con el plagio creo”
Luis Hernández
Definitivamente el plagio es muy mal visto en el mundo de la cultura. No se le considera más que el apropiarse de un discurso, unas ideas o unas imágenes “ajenas” por parte de aquellos que, supuestamente, están menos dotados, y a menudo, con la única finalidad de aumentar el prestigio o la fortuna personal. Sin embargo, al mito del plagio, como le sucede a la mayoría de los mitos, se le puede dar fácilmente la vuelta. Quizás son aquellos que apoyan la legislación de la representación y la privatización de la lengua los que están bajo sospecha; quizás son las acciones de los plagiarios, en unas determinadas condiciones sociales y con una belleza peculiar, las que más contribuyen al enriquecimiento cultural. Quizás la propia cultura sea un plagio.
Incluso, según la estética clásica del arte entendido como imitación, el plagio era una práctica totalmente aceptada. Sino repasemos, brevemente, la historia de la literatura; las tradicionales obras griegas y latinas fueron compuestas a manera de recomposición de formas orales y populares o el canónico Moliere que fue recogiendo ideas para su teatro del latino Plauto. Antes de la Ilustración, el plagio no sólo era más respetado sino que estaba bien visto. Era útil en tanto que contribuía a la distribución de las ideas. Un poeta inglés podía apropiarse y traducir un soneto de Petrarca y afirmar además que era suyo. Tomemos como ejemplo la obra de plagiarios como Chaucer, Shakespeare, Swift, Sterne, Spenser Coleridge y De Quincey, quienes son parte fundamental del patrimonio cultural inglés y permanecen en el canon literario hasta nuestros días. Cervantes es otro caso conocido de plagio. En pleno siglo XX hay denunciados de plagio, escritores como el británico H.G. Wells y el español Camilo José Cela.
Thomas de Quincey observó que hay crímenes mejores, estéticamente hablando, que otros y a ese hallazgo consagró un ensayo memorable: “Del asesinato como una de las bellas artes”. Igual puede decirse del plagio: hay plagiadores mejores que otros. Eso es indudable. Uno de los principales objetivos de un buen plagiario es restablecer el impulso dinámico e inestable del significado apropiándose y recombinando fragmentos de la cultura. Es así que un buen plagiario considera que todos los objetos son iguales y por ello sitúa en el mismo plano a todos los fenómenos. Todos los textos son utilizables y reutilizables. En esto estriba la epistemología de la anarquía, según la cual el plagiario afirma que si la ciencia, la religión u otra institución social imposibilita la certidumbre más allá de la esfera de la privacidad, en este caso, es mejor estar dotado de una conciencia que tenga el mayor número de categorías de interpretación que sea posibles. Es esto lo que diferencia una burda copia de un acto plagiario creativo. Por ello Jorge Luis Borges soñó con el plagiario perfecto, aquel prolijo y venerable Pierre Menard que se propuso a escribir “El Quijote”, letra por letra. No lo copió simplemente, más bien decidió ponerse en condiciones de producir de nuevo un texto idéntico que, por ser escrito por un hombre del siglo XX, tenía una urdimbre radicalmente distinta del original. Alguna vez, el propio Borges comentaría risueñamente con Sábato sobre las posibilidades infinitas y recreativas del plagio.
El plagio a menudo tiene connotaciones negativas (especialmente entre la clase de los burócratas); mientras que la necesidad de hacer uso del plagio se ha incrementado a lo largo del siglo, el plagio se ha visto camuflado en un nuevo léxico por parte de aquellos que desean explorar esta práctica como método y como una forma legítima de discurso cultural. Los ready-made, los collages, el arte encontrado, los textos encontrados, los intertextos, las combinaciones, el detournment y la apropiación, todos estos términos representan exploraciones en el mundo del plagio. En realidad, todos estos términos no son totalmente sinónimos, pero en todos ellos se entrecruza un conjunto de significados anteriores a la filosofía y a la práctica del plagio propiamente dicha. Desde una perspectiva filosófica, todos ellos se sitúan en oposición a doctrinas esencialistas de los textos. Todos asumen que no existe una estructura dentro de un texto dado que proporcione un significado necesario y universal. No hay obra de arte o filosofía que se acabe ella sola en sí misma, en su ser-en-sí. Estos trabajos han estado siempre en relación con el proceso actual de la vida de la sociedad en la que se han distinguido. El esencialismo de la Ilustración fracasó a la hora de proporcionar una unidad de análisis que pudiera actuar de base de significado. Simplemente porque la conexión entre el significante y su referente es arbitraria, la unidad de significado utilizada para cualquier análisis de un texto dado es también arbitraria.
Roland Barthes explica que la idea de una lexia implica ante todo renunciar a la búsqueda de una unidad básica de significado. Puesto que el lenguaje fue el único instrumento disponible en el desarrollo del metalenguaje, dicho proyecto estuvo condenado al fracaso desde el comienzo. Era como comer pan con pan. El texto mismo es fluido, a pesar de que el juego del lenguaje de la ideología pueda provocar la ilusión de estabilidad, obstruyendo al manipular las suposiciones impenetrables de la vida diaria. La escritura clásica unívoca es criticada por el propio Barthes: “Debido a que la preburguesía de los tiempos monárquicos y la burguesía de los tiempos posrevolucionarios, al utilizar una misma escritura, desarrollaron una mitología esencialista del hombre, la escritura clásica, una y universal, abandonó toda vacilación en provecho de algo continuo en que cada parcela era elección; es decir, la eliminación radical de todas las posibilidades del lenguaje. La autoridad política, el dogmatismo del espíritu y la unidad del lenguaje clásico son, pues, las imágenes de un mismo movimiento histórico”. El impulso dinámico del significado generaría una multiplicidad de sentidos. De esta forma, se pueden producir significados que previamente no estaban asociados con un objeto o un conjunto dado de objetos. En una sociedad dominada por una explosión de "conocimiento", explorar las posibilidades del significado en lo que ya existe es más acuciante que añadir información superflua (incluso aunque sea fruto de la metodología y la metafísica de lo "original").
Demás sería decir que el proceso recreativo de un poeta como Luis Hernández se encuentra bien alejado del burdo plagio. Pero era un plagiario consumado. Un plagio absolutamente recreativo que no creía en personajes solemnes, propiedades privadas o reservas intelectuales. No nos olvidemos de su propensión a la elaboración de cuaderno-poemarios que frente al abigarramiento de las editoriales oficiales supone un soplo de viento fresco. La actitud lúdica en la poesía de Luis Hernández trasciende sus cuadernos. Ya sus amigos, y enemigos a discreción, comentaban, al respecto, que cuando el llegaba era una fiesta, una fiesta porque llegaba con sus flautas, sus partituras, sus poemas, sus libros y sus plumones de colores. Siempre presto a componer en las paredes, roperos y cualquier objeto que se preste para el proceso recreativo. Ojo, con esto resaltamos el poco valor que Hernández concebía por el “objeto artístico”, su sana desconfianza por el protocolo y la ceremonia. El se preocupaba por la estética recreativa de las palabras, por el proceso, eso sí, se recitaba a si mismo sus versos para analizar sus efectos fónicos y hacía uso de la ironía.
No es casualidad que la mayoría de la creación poética de Luis Hernández se encuentre diseminada en cuadernos de colegio con el uso de plumones de colores. Así lo establecido se desmorona y se manifiestan fuertes críticas o visiones disidentes cargadas de humor satírico. No nos olvidemos que el placer y el humor son parte del juego plagiario. Lo más elaborado de su obra aún se mantiene en el claroscuro y saludable margen, muy al margen de lo que piensan los más lenes críticos. Es muy claro que este proceso requiere una función creativa extra, una valoración mayor del proceso recreativo frente al objeto de arte. La consumación de un artista que se plagia hasta a sí mismo, quebrando la solemnidad y llegando a tener, incluso, connotaciones filosóficas. Ya, Cioran, advertía en la propia existencia una tendencia plagiaria: “Existir es un plagio”. El pensador libertario Sebastian Faure, en su conocido libro “Doce pruebas que demuestran la inexistencia de Dios”, asegura que la idea de un dios creador es imposible en tanto que el propio gesto creador es un gesto inadmitible, un absurdo. Se afirma que crear equivale a obtener algo de la nada, formar lo existente de lo inexistente. Aunque Faure se refiera, específicamente, a la negación de un dios y por eso, su concepto de “crear” recaiga, solamente, en una expresión místico-religiosa, podemos hacer relaciones.
La idea de un autor creador, y omnipotente por el copyright, también sería inadmisible pues proviene de ese misticismo manipulador, también en este caso. Las palabras no son un objeto de propiedad como un automóvil o una casa, no les pertenecen a nadie. Las palabras tienen una vida propia. Se supone que los poetas liberan las palabras, no las encadenan en frases. Los poetas no poseen palabras "de su propiedad". Los escritores tampoco. ¿Desde cuándo pertenecen a alguien las palabras? En esta perspectiva, ¿puede decirse de un libro que ha sido creado? No, más bien solo ha sido compuesto y luego impreso. La consideración, y la presunción, de un escritor como autor-creador-genio permite la perpetuación de un puñado de burócratas como monopolistas del negocio de los libros como mercancía. La gran industria-imperio cultural tiende también hacia la exclusión. Fue este principio económico el que determinó la invención de los derechos de autor (copyright), que en principio surgió no para proteger a los escritores, sino para reducir la competencia entre los editores. En el siglo XVII en Inglaterra, donde apareció por primera vez el copyright, el objetivo era que los editores gozaran siempre del derecho exclusivo para imprimir cierto libros. El razonamiento o pretexto ofrecido para justificar dicha apropiación consistía en afirmar que en toda obra literaria, el lenguaje queda impreso de la personalidad del autor, de ahí que quede marcado como si fuera una propiedad privada. Apoyándose en esta mitología, los derechos de autor han florecido en el capital reciente sentando un precedente legal que permite privatizar cualquier objeto cultural, ya sea una imagen, una palabra o un sonido. De esta forma, el buen plagiario se mantiene en una posición profundamente marginal, desarrollando una prodigiosa inventiva y una eficaz utilización de todos los medios a su alcance1.
La práctica del plagio constituye, entonces, la erosión de los significados unívocos que promueve el discurso dominante institucionalizado y garantiza la (re)creación del lenguaje. Construir por medio del lenguaje, en palabras de George Steiner, el llamado “mundo de la alternatividad” y refutar lo inexorablemente empírico del mundo. Considerando las últimas denuncias habidas, y por haber, sobre plagio, no parece exagerado proponer lúdicamente la creación de un premio simbólico, el premio “Pierre Menard” –financiado por Xerox- y promovido por los que sabemos que la cultura es juego y plagio.
Lucho Desobediencia
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Hola, me encantó lo que escribiste del plagio, en lo personal, sólo tomaría el plagio como un recurso de crítica para el arte, hay cosas con las que no concuerdo pero lo sustentaste y me agradó, precisamente, estamos haciendo una página en la facultad de artes de México sobre el plagio, tiene en realidad como dos semanas que la creamos y tal vez te gustaría participar, a penas estamos comenzando pero considero que podrías aportar mucho, http://www.facebook.com/pages/Plagiame-que-me-gusta/170122073016760 este es el link, ojalá te interese :)
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