martes, 13 de mayo de 2014

CUANDO LE HICE UN TÚNEL A CUETO


A finales de la década de los noventa, ciertamente le hacía túneles a la
vida. Gustaba de leer a horrores y solo me interesaba escudriñar en los
gerundios y pretéritos imperfectos de los autores clásicos, buscando quizá algunas respuestas; pero, sobre todo, atesorando en mi mente aquellos estilos que desfilaban unos tras otros y que perfilaban el mío mismo. Me encantaba el género de la poesía, eso sí, más que la narrativa, por sus formas rítmicas y sus mil y una variables de composición. El vanguardismo literario me desbordaba. Pero también la idea de rigor era escapar de clases para leer o escribir. Fui un lector y escritor trashumante tanto como un estudiante huidizo. 

Solía abandonar las clases en búsqueda de espacios más liberados donde
acompañarme con un libro y, con el clásico cuadernito de apuntes y borrones, me aventuraba a perfilar trazos con pretensiones de poemas. Crónicas atarantadas buscando ser cuentos y memorias con ínfulas de novelas. Desde pequeño sentí desapego por el sistema escolar, refugiándome casi siempre en parques y plazas, cuando no en pasajes y calles con sus recovecos. La idea era no ser descubiertos porque “tirarme la pera” a veces se convertía en una necesidad, a la vez que en un riesgo inminente. 

Uno de los distritos que me acogían en tan bullente oficio fue San Borja, con sus residenciales calles y sus escondrijos en las Torres de Limatambo. Ahí me parapetaba. Solía caminar por esos senderos con mi walkman y mi mente dispersa pues era un distrito muy tranquilo. A veces, me sentaba en una banca de aquellas que representaba un alivio en el caminar devoto de quienes desean faltar al colegio para leer un libro… pero también despejarse viendo un partido de fútbol. 

Cuando le sacaba la vuelta a las clases, daba vueltas por aquel distrito, entrando las más de las veces al Complejo Deportivo de San Borja (ahora llamado Polideportivo). En ese escenario con varias canchas de fulbito y algunas de fútbol, me cobijaba, sentándome en una acogedora y simpática banquita artesanal al costado de la cancha de fútbol principal. Escribía y leía, en pleno verano y con sombra, pero por momentos alzaba la cabeza para apreciar algún partido de fútbol de entrenamiento de perfectos anónimos. Armé una combinación que me desperezaba: literatura y fútbol.  

Con el transcurrir del tiempo, el Complejo Deportivo contrató los servicios de Jorge Olaechea y Guillermo La Rosa para encabezar una academia de fútbol para menores. El “mango” Olaechea, otrora defensa de selecciones peruanas y del fútbol colombiano y boliviano, parecía ser quien llevaba la batuta de la academia, pues compartía sus impresiones de los entrenamientos de forma enérgica y dando reconvenciones al mismísimo Guillermo La Rosa, antiguo delantero de las selecciones peruanas y apodado “El Tanque”, quien jaló a su hermano, también delantero pero un tanto más joven, Eugenio “Chispeao” La Rosa.

Se me hizo una constante el acudir a desarrollar afanes literarios al borde de esa cancha. Al levantar la cabeza, veía un tropel de niños corriendo tras un balón y escuchaba casi de soslayo los consejos esmerados de sus instructores mayores. Me sentía identificado con aquellos menores, recordando mi pasado lleno de sueños con olor a césped, cuando estaba completamente seguro e ilusionado con ser futbolista.

Pero el cuerpo técnico de menores se hizo más grande y con el transcurrir de los días llegó César Cueto, llamado popularmente “El poeta de la zurda”. 

Cueto fue un volante creativo muy talentoso y con una pierna zurda prodigiosa, capaz de colocar el balón prácticamente donde él lo deseaba. Es muy recordado que el año 1977 le hizo un golazo de media cancha al Sporting Cristal con Ramón “Loco” Quiroga en el arco y por haber derrochado jugadas casi mágicas y un talento desbordante en la selección peruana, Alianza Lima y en la ciudad de Medellín donde alternó a finales de los setenta y los primeros años de la década de los ochenta.

Yo no tuve la oportunidad de verlo jugar, salvo en algunos partidos que
guardo en mi retina. Aquellos partidos en los cuales amenazaba retirarse una y otra vez o cuando se volvió a vestir de corto luego de la “tragedia de Ventanilla”. Para los noventa, Cueto era una vieja gloria del fútbol peruano, un cuarentón con nariz de loro que se entretenía jugando partidos de exhibición y haciendo túneles de aquellos.

Yo le veía casi desinteresadamente. Mi equipo de fútbol favorito siempre fue otro y las glorias del equipo de la acera del frente siempre me importaron poco. Sin embargo, al verlo pelotear por ratos en el ínterin de los entrenamientos de menores me llamó la atención y eso avispó mis ánimos en torno a ese personaje. Como no llevaba sentimientos de emoción ni de hinchaje al respecto, ya tramaba mi forma de abordarlo en alguna
oportunidad, solo para intercambiar una que otra opinión sobre fútbol. Tenía curiosidad, reflexionando sobre aquello de poeta. ¿Qué diablos sabía aquel sujeto de poesía?  

Cierta vez se me acercó, pues un joven escribiendo al borde de una cancha de fútbol siempre llama la atención; sobre todo si no eres un periodista deportivo.  

– ¿Qué escribes, muchacho? –dijo Cueto—. 
– Poesía –respondí—. Y sin inmutarme, seguí escribiendo. 
– A ver… Compárteme eso… –alargando su brazo al cuaderno—.

El “poeta de la zurda” hizo un alarde de conocer algo de poemas. Gesticuló. Hizo un gesto forzado de sapiencia y devolvió el papel, no sin antes compartir una mano extendida que pretendía un saludo. Balbuceó algo sobre haber escrito en su juventud.  

A partir de ese momento, era cosa común ver al “poeta de la zurda”
compartiendo impresiones futbolísticas conmigo. Nos reíamos, sobre todo, al ver a un jugador infantil al que le decían “figurita”, el cual era todo un personaje. Escurridizo y de una apariencia un tanto volátil. O a otro petiso con ínfulas de Romario pero con una picardía innata y a prueba de balas. También, incluso, hablábamos de poesía, de construcciones literarias, de versos; aunque sus comentarios fueran grandes lugares comunes a los cuales me enfrento más de una vez. Fue recurrente por aquellos tiempos verme sentado en aquella banquita al lado de la cancha de fútbol, sin nadie que sospeche que me albergaba allí una conciencia desarraigada y apátrida que me hacía huir de mis “labores estudiantiles”. 

Pero cierto mediodía, cuando entraba al Complejo Deportivo rumbo a mi
banquita, Cueto me llamó alzando su brazo a lo lejos. Al acercarme me
comentó que unos muchachos peloteros habían retado a aquellas “viejas
glorias” del fútbol peruano a un partido de fulbito en las canchas anexas al acabar el entrenamiento de menores, pero señalándome que “los otros” requerían un jugador más para completar los seis de rigor. Yo asentí simplemente.

Empezó el partido sin ninguna apuesta de por medio y en un arranque,
Olaechea abre la cancha a Calín, el menor de los La Rosa, él alarga hacia Cueto quien amaga un pase de taco, hace otra finta y sombrea a la defensa un pase hacia “Chispeao” La Rosa quien, casi torpemente pero de oficio, cedió un pase tipo puñalada (a lo Calatayud) para la entrada de Guillermo La Rosa, quien con potente cañonazo casi le arranca la cabeza a nuestro portero improvisado, un tipo de bigotes a quien sorprendieron leyendo un periódico deportivo en la tribuna y que no puso trabas a su convocatoria. Es más la esperaba.

La tribuna no le hacía honor al partido. Solo unos cuantos esprevenidos,
algunos chicos con la camiseta oficial de la academia, un vendedor de
helados y uno que otro viejo que no quería pasar su mediodía entre cuatro paredes. Y el clásico vendedor de algodón dulce, quien curioseaba el partido.

El nuestro era un equipo entusiasta, de esos que abundan. Que se arman a la volada. El tipo de bigotes al arco. Un chico con capucha y piernas largas en la defensa, compartiendo la labor de contrarrestar los ataques del equipo contrario con un enanito correlón. El clásico diez al medio, es decir, un muchacho que se consideraba el “armador” de las jugadas pero que adolecía de inventiva, un delantero neto con gorrita y yo de falso puntero, moviéndome por la banda izquierda y haciendo el tránsito entre el mediocampo y la zona de avanzada en ataque.

Cueto era experto en hacer “huachas”, es decir túneles, o más propiamente dicho, eso que se conoce en el fútbol como la “criollada” pícara y humillante de hacer para el balón por entre las piernas del rival que marca. Lo había visto hacerlo en aquellos videos que parecen viejas películas de cine; pero también, una y otra vez, en jugarretas en los descansos de los entrenamientos de los menores entre él y los La Rosa. Aunque intuyo que hacerle un túnel a uno de esos La Rosa por esas época no era algo que signifique demasiado mérito.

Yo me había iniciado a jugar en los potreros cercanos al Estadio de
Surquillo, por razones azarosas del destino jugué en inferiores del Colegio San Agustín. Uno de mis méritos consumados de aquel entonces fue, jugando en el Estadio de Surquillo y mediante un disparo errático al arco, meter la pelota a una de las fosas mortuorias del Cementerio Municipal contiguo. Como lateral izquierdo la hacía en mi tempranísima juventud, solía cubrir mi banda y proyectarme con peligro frente al arco adversario. Luego en aquellas épocas tentaba mi suerte jugando de seis, de volante mixto, con ida y vuelta. Hasta que, alguna vez, decepcionado del fútbol competitivo, opté por la mentalidad Garrincha, es decir, solo jugar por mi alegría. 

El partido seguía su trámite. Aquellas “viejas glorias del fútbol peruano” parecían dictar una inolvidable cátedra de fútbol a aquellos improvisados muchachos cuyo único mérito parecía ser el haber estado en un determinado lugar en el momento indicado. Los goles iban y venían aunque el de bigotes solía sacar el esférico de las redes con mayor frecuencia. Es curioso que tipos que frisaban los cincuenta años aún pudieran correr y mantener dominio del balón con efectividad. Mientras tanto, Cueto se divertía en ese conocido arte de la humillación en el fútbol, dejando desairados una y otra vez a quien se atreviera a marcarlo. Fue entonces cuando ocurrió.

El enanito correlón desbordó al “Mango” Olaechea quien quedo desairado
frente al paso inexorable de los calendarios. Este pasó el balón en corto sorpresivamente haciendo uso del clásico freno de emergencia del fulbito. El moreno de gorrita que fungía de punta de lanza, se recogió y cambió de banda hacia la izquierda. Llegué con esfuerzo a dominar el balón y agarré a un  Cueto malparado, defendiendo por banda derecha. Era el único por ese flanco. A pesar de ello, se reincorporó y fue tras mi marca, en un principio le di la espalda como quien cubre el balón con la sapiencia de un mundialista (que no tengo) y frente a su presión y bajo la mirada atónita de los escasos espectadores toqué ligeramente el balón con el taco para hacer pasar este por entre las piernas de tan eximio zurdo y con milimétrica paciencia hacer uso del regate para volver tras la redonda, que conservó su misma velocidad intacta, e inflar las redes con tiro cruzado.

Con todo ese desplazamiento de fricción, picardía y fútbol, pocos habían
reparado que Cueto había caído chistosamente y en cámara lenta. 

César Cueto yacía derrotado y tirado en el piso resbaloso. Con un rápido
movimiento y en una jugada, anónima pero feliz, logré menoscabar su talento y su talante. Viéndolo así, con fugaz memoria, rememoré al mítico tipo que, joven aún y en eliminatorias, fue capaz de desafiar las leyes de la física, pasando por un espacio inverosímil entre dos argentinos en Buenos Aires. Así, fui tras él, recordando la “grandeza de los grandes” en la derrota circunstancial. Ya lo consideraba mi amigo. Viéndolo en el piso, traje a mi memoria el gesto mío de haberle obsequiado un inédito trazo de tinta que nunca más volví a ver. Le tendí la mano para levantarlo, porque sabía finalmente que en esos momentos hasta los semidioses del fútbol peruano muestran algo de humildad, humanidad y reconocimiento… 

El “poeta de la zurda” al ver estirada mi mano, me miró a los ojos y solo alcanzó a decir la sonora frase: “¡cojudo, vete a la mierda!”. Se levantó de la losa resbalosa y vociferando, cogió la pelota con piconería y abandonó el recinto deportivo…