jueves, 19 de noviembre de 2009

EL INFIERNO DE STRINDBERG



EL INFIERNO DE STRINDBERG

La sociedad es un manicomio cuyos guardianes son los funcionarios de la policía
J. A. Strindberg


Johan August Strindberg vio la luz por vez primera un 22 de enero de 1844 en Estocolmo, fruto de la unión de un noble –arruinado meses antes de aquel nacimiento- y su sirvienta: “Nacido con la nostalgia del cielo, ya de muy niño lloraba por la suciedad de la existencia, sintiéndome extranjero y desplazado junto a mi familia y la sociedad”. Johan August comentaría acerca de su niñez: “Tenía miedo a la oscuridad, a las zurras, al rechazo de los otros. Miedo de caerse, de lastimarse, de estorbar. Miedo de que le pegaran sus hermanos, de ser cacheteado por las criadas, reprendido por su abuelo, golpeado por su padre y castigado por su madre”. A los 14 años muere su madre, manteniendo a partir de allí una conflictiva relación con la nueva esposa de su padre, su madrastra. Por aquella época tiene su primer amor, platónico pero efectivo, con una mujer de treinta años, para quien escribe breves, exaltadas y confusas composiciones en francés. Tiempo después se dirige a Upsala y frecuenta algún tiempo la universidad, pero la abandona, dedicándose a escribir a su regreso a Estocolmo. Pasó, en ese entonces, por distintos empleos: maestro, actor, periodista y bibliotecario; pero también terminó sus primeras obras de carácter dramático.

En 1870, publicó su primer drama En Roma, al cual le siguió Maestro Olof de 1872. Por aquella época escribiría: “Cuando nos abate la tempestad ¿Quién sabe dónde nos arrojará su furia?”. Pero no se le prestaría atención sino hasta la publicación de La alcoba roja (1879), su primera novela. Esta se presentaba como una sátira feroz de las instituciones y la situación de Suecia en aquella época, sobretodo contra la falsedad del mundillo literario de sus días que lo acabaría de convertir en un “abanderado” del naturalismo sueco. No dudó la crítica reaccionaria en atacar ferozmente a Strindberg, exigiendo que sus obras fuesen boicoteadas. Lo que más se censuraba eran las tendencias revolucionarias propias de la obra y la destrucción de los prejuicios convencionales preconizando la guerra contra las mentiras convencionales. El autodidacta alemán Rudolf Rocker bien lo apuntaría: “... era el vigoroso estado de ánimo de un joven titán que rompía las cadenas de la tradición con que le hiciera cargar la sociedad oficial; eran las luchas contra las mentiras convencionales de la civilización moderna, la batalla de la vida contra el estancamiento y la reacción”. Luego de tres años, publica El nuevo reino (1881), obra por la cual se le inicia un proceso por blasfemia a propósito de ciertas expresiones vertidas. No prosperará la acusación pero igual esto le dificultaría conseguir editor para sus próximos libros. Para esto, Strindberg ya había conocido a quien sería su primera esposa, Siri Von Essen, baronesa de Wrangel. Se casarían en 1877, con lo cual se iniciarían una serie de tortuosos matrimonios y divorcios que abortarían obras como: Esposos (1884-1886), El Padre (1887), La señorita Julia (1889) y otras más que reflejan más que una posición de misoginia, un testimonio crítico sobre las relaciones matrimoniales –y todo lo que ello conlleva- cargando todos sus dardos precisamente sobre aquellas mujeres –fantasmales sombras sobre su existencia- alienadas y estúpidas convertidas en serviles frutos de las instituciones.

Si bien alcanzó entonces “prestigio literario” la pobreza no lo iba a dejar nunca, lo asolaría frecuentemente, mas bien la idea de la fama y el compromiso con sus lectores le atormentarían: “Quiero escribir de forma hermosa y luminosa, pero no me está permitido; no lo consigo. A decir verdad, estoy comprometido con ello como un deber horrible: la vida es indeciblemente desagradable”. Ya había empezado a escribir autobiográficamente: Hijo de sirvienta (1886), Alegato de un loco (1887), etc; pero ni aquello pudo librarlo de las sombras y las persecuciones que lo ataban. Alrededor de 1892, se interesaría en el esoterismo y la alquimia para acabar apasionándose con la “teoría del superhombre” de Nietzsche, con quien mantuvo una interesante correspondencia. Abandona, por un breve lapso, la creación literaria y se ofrece a traducir La falta del abate Mouret de Zola, trata de inventar un método para la fotografía en colores y se dedica a pintar, instalándose en Berlín; allí trabaría amistad con Edward Munch, precursor del expresionismo. En 1893 conoce a Frida Uhl, su segunda esposa, -a quien acosaba día y noche- y en medio de esa relación, en Berlín, publica los primeros ejemplares de Antibárbarus, un ensayo científico que resume sus investigaciones de esos años sobre la trasmutación de los elementos químicos. Tras un intercambio violento de cartas, ella le pide el divorcio; el ya se había instalado en París.

También acuden a París la angustiosa pobreza que lo acosaba y su manía persecutoria agravada. Infierno (1887) hace explícito su abandono del realismo, acusando un apego a movimientos como el simbolismo y expresionismo. Pero más allá de aspectos formales se trata de un terrible y sincero testimonio autobiográfico en una época de su vida signada por la locura y el desvarío. Los hechos descritos van desde otoño de 1894, abarcando desde los 45 hasta los 47 años de vida del autor, y se sitúan mayormente en Paris. Strindberg nos habla de sufrimiento (el suyo) y nos desdibuja los moldes sociales como el amor en el matrimonio y la normalidad. La realidad es trastocada, entonces, haciéndola trepidar, a través de repentinos relámpagos, de siniestras profundidades emergiendo, que nos ofrecen la imagen inquietante de un mundo en busca del equilibrio perdido. El propio Dios aparece convertido en un anciano de aspecto malvado y de espíritu maligno dispuesto a ocultarnos la felicidad en un mundo absurdo, controlado por los guardianes de la ley y de la psiquis, con un destino final para los que vayan en contra de los moldes establecidos: el encierro (la cárcel o el manicomio). Frente al fuerte estado emocional que lo conmovía ningún psiquiatra doctorado tendrá la última palabra y el lo sabía: “Por otra parte, todo lo que dice (el psiquiatra) se contradice al cabo de un momento y, ante sus mentiras, mi fantasía se desboca y me arrastra más allá de los límites de la razón”.

La locura no conduce a un mundo irreal, literario o encarceladamente imaginario, sino que la Realidad con sus guardianes y sus convencionalismos conduce a la locura, una locura que, como la vida misma, merece ser recreada y revalorizada para no caer en el tedio cotidiano o en el encierro ingrato.

Lucho Desobediencia

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