Alguna vez se tiene el recuerdo de que se quiso a alguien. Con el transcurrir del tiempo, uno mira el pasado como un filme casi mítico con recuerdos imborrables, alegrías y pesares, cuitas y devaneos, al fin y al cabo, que configuran la vida afectiva. Pero su contraste tanático es quizá lo que determina el fin de algunas relaciones, de lo que fue y ya no será, de los recuerdos que marcan con cincel la piedra en forma de vida. Mi deseo fue evocarlas antes que las olvide… quizá para invocar sus efluvios y las pasiones irrefrenables que me provocaron. Fueron las mujeres que alguna vez quise un poco más de lo normal, no importando su prolongación o su categoría, solo su recuerdo y que alguna vez me quitaron el sueño…
La niña favorita de mi infancia
Hubo una época en la que pintarrajeaba mis cuadernos escolares por detrás y asistía a unos recintos educativos que acentuaban de alguna forma mi (in)cierta reclusión escolar. En esos avatares de primera infancia escolar la conocí. Ella era una niña hermosa de ojos marrones claros que miraba a través de las lunas polarizadas de mi movilidad. Quizá la niña más bonita del salón, condición humildemente negada por ella. Los sábados por la tarde en el club solía llenar los árboles de inscripciones con la letra inicial de nuestros nombres dentro de un corazón malhecho. Soñaba día y noche con ella. Pero fue meramente platónico, como inocentes juegos de miradas en el patio de recreo, con excepción de un encuentro en la escalera contigua, un beso furtivo y un curioso adiós. Pareciera ser ayer aquel encuentro: mi cita adánica con el sexo opuesto, no estuve a la altura de las circunstancias pues yo no era como el resto, era más bien un niño callado, introspectivo y fantasioso. De ese encuentro aún guardo en mi memoria su curiosa maldición y días después cómo se vengó la niña favorita de mi infancia en una suerte de trabajo grupal del colegio, haciendo de mi ridículo un contubernio gregario, cuando, luego de un alarde de histrionismo, tomó mis mejillas ruborizadas a modo de burla para no volver a tocarlas jamás.
El despertar de la adolescencia
Pese al mal momento, seguí cautivado por mi primer amor, hasta que me topé con otra mujer. Fue al comenzar la secundaria, cuando me atrajo. Ella fue la primera que guió mis iniciales trazos poéticos inspirados por los senos femeninos. Su candorosa adolescencia le dotó de los mejores pechos de la secundaria. Vivía por mi casa, así que esto me podía asegurar un merodeo por la suya al terminar de jugar fútbol. Nada como escucharla hablar porque esto sugería una profundidad emotiva y lo hacía de una forma bastante atractiva; mientras que su frente, amplia y seductora, era finalmente lo que me fulminaba. Soñaba con tenerla en mis brazos y apretujarla, pero ella ya estaba con el hijo del ministro de Economía de entonces. No obstante, ella siempre se daría maña para aguardarme en algún parque con un silbido vivaz y sorpresivo (para no apagar la llama), o como aquella vez en un recreo, con un beso, cuando ya mi escepticismo hacia la vida estaba en pleno germen. Eso fue lo que bastó para que la confusión naciera y reinara en mi cabeza, reforzando mi poco entendimiento hacia las mujeres.
Ella o todo el cielo lleno de pecas
Pero nada como una niña llena de pecas. Aquella que me alegró y motivó mis últimos años de colegio, cuando soñaba con largarme de esa prisión. En algún momento, en un tiempo infinitamente congelado, tal vez la mujer más trascendente de mi vida, pues por aquella época pensaba que siempre la amaría. La vi con atención en algún recreo por vez primera y reparé en una niña delgada, pecosa, muy blanca y con una mirada de ojos celestes medio marrones claros y exóticos que su pelo suelto y rebelde parecía resaltar. Ya empezaba a gustarme y mi mayor mérito fue verla cuando nadie, quizá, se fijaba en ella. Ahí la vi, jugueteando en un recreo: ella con 12 y yo con 16. Por ella, comenzaron a etiquetarme como “chibolero” en el colegio, en la etapa escolar donde más importa curiosamente lo que piensa el resto sobre ti, que lo que uno mismo piensa sobre sí mismo. Ella, realmente, me metió casi de lleno a la poesía, arrojándome al arte sinuoso de dejarle anónimos y obsequios. Fue por ella también que comencé a escribir poesía con plumones de colores. Nunca, a esa corta edad, había sido tan fuerte un sentimiento hacia una mujer (niña). Un 13 de agosto (aún recuerdo la fecha de tamaño acontecimiento) le hablé por primera vez, para arrojarme a la sinrazón de la comisión de actos descabellados por ella: regalitos sin remitente por aquí, anónimos poéticos por allá. Recuerdo sus miradas en el balconcito del segundo piso y su curiosa forma de caminar apresuradamente. Al culminar el colegio, fue lo que más me interesó, lo que extrañaba a rabiar. Por las noches, durante mucho tiempo, solía pasar por su casa a ver si me la topaba (jugando a provocar la casualidad); pero curiosamente (oh, ironía) me encontraba con ella en los momentos más inesperados. Nunca había amado tanto (hasta ese entonces…), con el perdón de la expresión y con la problemática que entraña verbo tan ambiguo.
La chica de la academia
Pasaron los años y cuando nada hacía presagiar que alguna otra mujer que no fuera ella me interesara enormemente, apareció otra fémina, a ella la conocí en la Academia para ingresar a la Universidad de San Marcos, varios años después. Era una chica delgada de tez clara y pecas (también) y con una voz ronca muy particular. Tenía un airecillo a mi pasado amor, lo cual facilitó que quede prendado de ella rápidamente. Se sentaba adelante y a un extremo del aula pero yo recibía la lista de alumnos que todos debían firmar antes que ella lo haga. Como mayormente lo hice siempre, me sentaba en la parte posterior del aula. En cierta ocasión le dejé un mensaje en el control de las asistencias y se abrió el universo de posibilidades. Estudiaba todos sus movimientos y la percibí interesada a la expectativa de su admirador. Como jugando, llegué a quererla demasiado, aún sin conocerla. Pero cuando trabamos conversación, pues teníamos amigos en común, ahí sí terminó de acaparar en demasía mis pensamientos. Un gran amigo alguna vez me comentó que “mi musa” tenía enamorado y el fulano de marras, a quien decíamos Sting por cierto parecido físico, conjuntamente con el final de la preparación académica, ayudó a “olvidarme” de ella, no sin antes buscarla a su casa en la calle Madreselvas del distrito de Surco, donde, frente a su ausencia, un guachimán tendría la sagrada misión de entregarle la “trascendental misiva” preparada especialmente para aquella ocasión, ya de despedida.
Un abrazo interminable, un año nuevo en la playa
Pero una chica llegó tan rápido como se fue. Parecía que empezaba a acostumbrarme a incinerar ciertos recuerdos afectivo-estudiantiles en los alrededores de mi casa, pues, la muchacha dulce del barrio, una de las pocas chicas de confianza del grupo de amigos que nos reuníamos por un parque en una época, fácilmente se apoderó de mis afectos. Ella era bajita, y de carácter más bien tierno. Recuerdo su alegría al decirle que había ingresado a la universidad, en los festejos de año nuevo, con aquel abrazo interminable y saltarín en la playa Punta Hermosa cuando llegué tardíamente y al filo de la medianoche. Pretexté ayudarla en sus estudios como aquel profesor distraído que siempre fui, acudiendo religiosamente a nuestra cita semanal en su casa. Allí a veces cocinaba como un previo a las clases que pude enseñarle de Razonamiento Verbal. Recuerdo cómo le dictaba los sinónimos fisgoneando sus cabellos o cómo le explicaba sobre los verbos defectivos mientras observaba los dedos que nacían de sus pequeñas manos. También, cómo le robé un beso jugando a tirarnos pop corn, lo que quizá le supuso solo una coquetería inocua de un tipo un tanto experimentado frente a ella. Mientras tanto, por otro flanco, un amante clandestino le arrojaba hojas de papel con versos. Quizá la susodicha no sepa aún que el tal Roque Roca (su amante anónimo y a escondidas) era yo, su profesor; sin embargo, guardo en mi memoria su disciplinada y pausada manera de hablar, su mentón y sus ojos expresivos. Supuso, ella, quizá mi primer interés por una mujer que no radicaba enteramente en lo físico, y a partir de tamaña experiencia, pienso, mis intereses se volcaron más hacia otro tipo de mujeres, con otro tipo de virtudes. Nunca me sinceré con respecto a mis sentimientos hacia ella, siempre mantuve aquella cautela dolorosa de los cobardes.
El contraste es demasiada ternura
Con el transcurrir de los calendarios, ingresé a la universidad, abriéndose un abanico de mujeres que hacían confluir la gracia y los hábitos por la cultura. Fue entonces que apareció una menuda belleza. Compartíamos clases de Literatura en la Facultad de Letras de San Marcos. Era demasiado tierna y guapa para ser cierto. Una mezcla armoniosa de estudiante de literatura, arquetípicamente hablando, y generosa chica-de-su-casa. Llevaba una mirada triste que era arreglada inmediatamente por una sonrisa magnífica. Una sonrisa inolvidable de aquellas que se dibujan en los alrededores del bosque de Letras en la universidad cuando dicen que se suspendieron las clases. Parecía que siempre por sus ojos habían cruzado lágrimas toda la noche anterior, y que lo sabía disimular. Nunca supe lo profundo de sus problemas o la verdad de sus ojos, sin embargo, andaba siempre con el cuadernito bajo el brazo como alumna aplicada (y lo era) con innumerables apuntes literarios y una ropa clara que parecía de enfermera. En un paseíto a no sé dónde, parte de un curso de Historia del primer año, la tomé del brazo e hice explícitas mis intenciones, pero solo con el lenguaje de las miradas, sin alguna palabra que suela engañar. El resto fue escribirle de incógnito en la carpeta del aula y esperar el día preciso, para darme cuenta luego que algunas conjunciones en las aulas no son eternas y que poetizar a veces no es tan efectivo como actuar.
El vuelo de la mujer espigada
Parecía volar. Ya la había visto en los recovecos de la academia previa a San Marcos, pero verla entrar (o deslizarse) por vez primera, sola y etérea, a la Facultad de Letras fue toda una revelación en aquellos tiempos. Su nombre resonaba ya bastante por las aulas y el Patio de Letras cuando recién llevaba días estudiando Arte. Cuando la vi, veía algo parecido a una semidiosa y su pasar dejaba boquiabiertos a estudiantes y profesores. Era alta, espigada, de piernas delgadas y firmes, y su rostro (con ojos exóticamente claros y el mascar de chicle incluido) era un anuncio de que el cielo existía en el recinto académico. Su padre, un viejo izquierdista y amante de Silvio Rodríguez le impregnó a su hija una sensibilidad hacia las artes y una curiosidad inefable, lo que le hizo hablarme por primera vez en la cola del teatro para finalmente no entrar frente a tan agudo y pertinente compartir. El Tío Vania de Chejov en el Museo de la Nación podía esperar para otro día. Por aquel entonces decidí no contarle a nadie quién era mi nueva amiga; y, luego, correrían las apuestas para ver quién era el osado que le hablase a la susodicha, la cual paraba sola escribiendo o leyendo en la Facultad, en los intermedios entre clase y clase. Recuerdo, como si fuera ayer, decir “yo le hablo” frente al estupor de tutilimundi y acercarme a ella con un andar acompasado y nervioso (curioso porque ya le había hablado e incluso hasta lanzado mis sarcásticas bromas clásicas de humor negro) y cómo estiró su cuello como un cisne para reconocerme a un metro de ella, lanzándome una sonrisa perfecta. De allí en más, ser el centro y la comidilla de esos ambientes estudiantiles por frecuentarla, pero queda en la memoria la belleza de las conversaciones esgrimidas, cuando ambos nos confesábamos sueños y expectativas, cuando compartíamos los supuestos nombres de nuestros futuros hijos, cuando hablábamos de Sabina o Silvio con libros de Borges y Cortázar; pero sobre todo cuando me invitó a su casa en Barranco, llena de bohemia y culto por la poesía, donde se me abrió todo un universo a través de ella en un dormitorio y una cama cuya fragancia nunca olvidaré. Sin embargo, ella también me enseñó (y yo que no quería aprender) que algunos momentos son mejores cuando son efímeros, porque con ello se puede guardar la esencia.
Una mujer estudiando a Hegel y descifrando a Sade
La filosofía está ligada al asombro que mueve el interés por el conocimiento, por el saber. No fue muy asombroso en la universidad descubrir mi interés por las clases de Filosofía (más que por las de Literatura), pues siempre había sido un autodidacta del estudio del pensamiento. Pero mi asombro fue mayúsculo al sentirme atrapado por un sentimiento. Una mujer que estudiaba Filosofía y cuya cabellera ensortijada, siempre adornada de pañuelos y accesorios, atraía mis miradas (y las de muchos) y fui casi natural e inevitable conocerla. Estaba destinado, creo yo, que pronto charlemos en alguna escalera y en el Patio de Letras rodeados de nuestros acostumbrados amigos de Filosofía. Ella hacía velas y se distinguía por su buen gusto en el vestir, por sus combinaciones de ropa, pero también por sus monólogos arrebatados donde te podía hablar de Sade o Hegel. Su simpatía y sencillez, además, alegraba cada rincón del aula y tenía la maña (tan suya) de sacar un cigarrillo en el momento preciso. Hasta que se hizo evidente mi sentimiento hacia ella en alguna fiesta o aniversario de alguna facultad de la universidad, cuando, motivado por la noche y el alcohol, casi nerviosamente le tomé la mano, sin decir palabra alguna. En cierta ocasión, por un accidente en la elaboración de las velas, se quemó el cabello y tuvo que rapárselo en su totalidad. Pero, igual se le veía radiante, siempre iluminando de alguna manera. En plena efervescencia estudiantil, en medio de las protestas por reivindicaciones, se llegó a tomar la Facultad de Letras y allí en un aula disfrazada de barricada descubrí su brillo particular, su luz concomitante, eso que ilumina el entrevero que tienen la filosofía y la literatura. Luego de algún torpe alejamiento, la llamé a su celular un día por su cumpleaños y escucharla, solo escucharla, alumbró mi caminar aquella larga noche. Nunca había tenido tantas ganas de asistir a la universidad, aquellos días de estudio y agitación política y del corazón.
Aquella mujer, aquel Año Nuevo, aquella vida
Iba a la universidad de visita con sus lentecitos que ciertamente le daban un aspecto interesante. Era bajita y aguerrida y, sin embargo, simpática, tierna y medio ingenua. Ya la conocía por amigos en común, pero comenzaba a mirarla con otros ojos cuando llegaba a San Marcos y me conversaba sobre una y otra cuestión. Me encantaba escucharla y descifrarla. También compartíamos ambientes ligados a los conciertos y a la contracultura del centro de Lima. Así, las calles de Quillca y Cailloma fueron el polvorín de nuestros ideales, pero también de nuestros afectos. Nos enamoramos y quién diría que, con el tiempo, aquella mujer me daría una hija y un universo de esperanzas y proyectos. En un inicio, rápidamente, con la emoción del primer instante, viajamos por Bolivia y Argentina e hicimos a nuestra pequeña hija, y de ambientes de estudios universitarios y conciertos de punk rock pasé a conocer, empero, oficinas siniestras, subempleos y, todo lo dura que es la vida con sus responsabilidades y enfrentamientos. La mayor recompensa fue lo que llamé mi motorcito: mi hija, y aquella combinación de regresar tarde, de trabajar, y encontrarlas a las dos, durmiendo. Ella (¡la mujer que me dio una hija!) me acompañaba, pero sobre todo nos acompañábamos. Fue intensamente interesante el intento de formar una familia con ella, acoplarme a sus hábitos y manías en esa convivencia sui géneris. Nos conocimos en las buenas y en las malas y mientras mi consabida privacidad se extinguía, mi ensimismamiento se hizo más social. Ya con el pasar de los años (algunos) quizá no hubo armas suficientes para combatir los tedios y problemas de un entorno familiar clásico con una convivencia a cuestas y la querencia turbulenta (con besos de pasión) se desvaneció… Sin embargo, luego de un tiempo, al verla en un bar del centro de Lima, y al bailar juntos no hicimos sino enredarnos de nuevo, retomar, porque (valga nombrar el lugar común) “donde hubo fuego cenizas quedaron”. Lo intentamos, claro que sí, pero ese intento duró poco; sin embargo, ese intento, esos últimos meses fueron significativamente hermosos y emocionantes pues ella será siempre aquella mujer que me hizo valorar algunas cosas que antes no lo hacía, y que retó mi sentido de responsabilidad, cambiando mi vida por completo.
El vientecillo de la libertad
Salí de la universidad y puse una tienda de libros, discos y videos en el centro de Lima, transcurriendo mis días por allí. Fue entonces que apareció una persona a la cual le llevaba varios años de ventaja. La conocí cuando ella averiguaba sobre unos fanzines y unos libros en la tienda de un amigo. Ella estaba acompañada de un chico y lo primero que recuerdo es su mirada, su interés por las ideas y los escritores y cómo escuchaba cuando le hablabas, cómo prestaba atención, como una esponja que absorbía conocimientos y experiencias. Me dio un papelito con su nombre en quechua. La comencé a frecuentar y la invité a acompañarme cuando podía en mi tienda, donde vendía libros y música. Iba a diario con toda su efervescencia juvenil a cuestas y dispuesta siempre a preguntar y aprender. Ella me decía que envidiaba un tanto a la madre de mi hija, que le gustaría tener un compañero de ideas así y con él andar y andar, aprendiendo juntos. Cierta vez, estuvimos a punto de chocar los labios cuando su cercanía era signo inequívoco de la afinidad reinante y existente y de mi lejanía “hogareña” en aquel entonces. Me atrajeron mucho sus rasgos andinos pero finos, sus ojos rasgados y sus labios casi vírgenes que invitaban a reflexionar sobre la lascivia. Lo cierto es que también a partir de allí fuimos una especie de cómplices, tanto, tanto, que viajamos a Bolivia en un momento dado en el que me alejé de la madre de mi hija. Allí la conocí en el día a día, en la pequeña convivencia y en los buses donde logre hacerla mía y venerarla como a una pequeña criatura. Es claro que por ella nuevamente aprendí a atesorar lo espontáneo y la aventura, la belleza de correr detrás de ella y cogerla de la mano.
La brujita extraña
Algo inhóspito y raro acaeció en mi vida. Quizá algo irremediable luego de varios reveses inequívocos. Me enamoré de otra mujer, de su cerquillo, de sus labios, y específicamente del piercing en sus labios. Fue un soplo de aire fresco, una especie de brujita en extinción, siempre de negro, callada y estupendamente original. Al principio solo sabía de ella que era una experta cocinera a su corta edad, luego un poco más cuando llegaba a la tienda con sus amigas, casi idénticas, muy parecidas a ella. Paulatinamente pero de improviso me atrapó su ser, encontrándole una belleza incomparable. Como jugando a mencionar su nombre, ella se convirtió en algo muy importante para mi existencia y aquel nombre en una muletilla repetitiva para mi conciencia. Luego, semanas después, me atreví a disfrazarme de admirador anónimo e inventé un correo electrónico para ella confesándole mi querencia perdida y descabellada, como un kamikaze existencial. Ella quería descubrir mi identidad pero la solución a esa incógnita suya tardaría en descubrirse. No fue sino en un encuentro contracultural en las afueras de Lima donde más la quise, donde más la desee, durmiendo a su costado en una carpa de aquellas. En alguna ocasión le solté el brazo sobre su brazo ataviado de una suave prenda oscura y alcancé a besarla sin que se diera cuenta. Magníficas fueron cada una de esas horas en aquel encuentro de charlas, fogatas, y confraternidad. Fue ya luego del encuentro donde le dije quién era yo, descubriéndome como su esperado admirador, pero fue muy tarde pues justo ya había decidido su alejamiento de esos espacios para nunca más volver.
El corto verano de la anarquía o la última incursión a los columpios
Aún no olvidaba los rigores del último desamor cuando ella apareció. Y ya lo había dicho casi de broma pero de forma premonitoria: “Solo ella podría hacer olvidarla”. Fue raro. Al comienzo, solo sabía su nombre y que vivía por San Borja. Nuestros destinos se encontraron un 6 de enero de 2009, donde luego de una larga caminata nos besamos en una esquina. Nos volvimos a encontrar afectivamente un 8 de marzo, luego de una actividad de difusión sobre género y feminismo, alargando ello en más besos y situaciones llenas de descontrol. Ella fue la chica de los columpios, los deseos encriptados y la luna. Alguna vez, cierta noche de alcohol, nos hicimos promesas eternas en un columpio; y de allí unos dioses macabros no pararon de tejer el destino en conjunción. Muchas veces nos alejamos, hiriéndonos, para acercamos al cabo de un tiempo con mucho más fuerza. En cierta oportunidad hasta me disfracé de sombra para ofrecerle mi corazón, pero eso me enseñaría a evitar mentir pues el karma tarde o temprano me lo cobraría. Me acompañó hasta en la muerte, mi muerte presagiada y poética, para castigarme por ese exabrupto con su lejanía por un par de meses y luego volver a estrecharnos infinitamente con nuestro grupo de teatro y nuestra publicación-fanzine conjunto: El Sol Negro de la anarquía. Cómo olvidar cuando me acompañó cuando me llevaron a Emergencias por un ataque a mansalva con botella rota, y ella estuvo conmigo allí mismo con miles de caricias, llevándome al baño para besarme literalmente las heridas. Aquel verano lo intentamos una vez más, pero tal vez no hayamos estado maduramente preparados para nuestro coctel de aglomeraciones: celebraciones, robos, besos, películas, y saliditas al parque. Solía esperarla recostado en un parque a la vuelta de su casa por la tardecita, con mi corazón batiéndose como un tambor y hasta saliéndose de la alegría. Luego de mucho tiempo pude sentir cosquilleos y emoción por alguien. Los besos, profundamente perfectos, jamás avizorarían el abuso de lo dionisiaco que nos alejó intempestivamente. Por mi parte, intenté reconciliar y reparar el daño, pero fue allí cuando me di cuenta que solo el tiempo se encargaría de poner las cosas en su sitio, y, dicho y hecho, volvimos a encontrarnos luego de un tiempo prudencial, cuando nos enredamos en unos conciertos y otras aventuras más, ya como colofón, hasta recibir la venida de algún año nuevo. Pero más pronto que tarde, aquella niña de 17 años, a quien le decía “mi chiquilla punk”, la que conocí en las calles y en los desmadres, crecería y se volvería a alejar. Ya no sería tanto sombra sino luz y su caos sería ahora tranquilidad, pero esa ya es otra historia.
Epílogo
Mientras tanto en la Isla de la Impecable Soledad, rumbo a Utopía, uno va atesorando las experiencias de los alejamientos, las certezas de los desamores y las alegrías dentro de las tristezas, quizá para no morir, quizá para reinventarse, quizá para tejer nuevas historias, pues el corazón nunca envejece y es una estrella trashumante que en algún otro lado siempre tiende a latir nuevamente.
Y será así cuando vuelva a ver las estrellas con los ojos cerrados…